NOVENA A NUESTRA SEÑORA DEL PERPETUO SOCORRO

FORMA DE REZAR ESTA NOVENA:

Puesto de rodillas delante de la imagen de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, hecha la señal de la Cruz, se dice el acto de contrición.

Luego se dirá la Oración Inicial, la cual se ha de repetir todos los días de la novena.

Después se leerá la Meditación del día, con su correspondiente Oración y Obsequio.

Por fin se rezara la Oración Final y la Súplicas Finales que se encuentran a continuación, y esto se hará todos los días para finalizar el ejercicio.

     ¡Oh Santísima Virgen María!, que para inspirarnos una confianza sin límites habéis querido tomar el dulcísimo nombre de Madre del Perpetuo Socorro, yo os suplico me socorráis en todo tiempo y en todo lugar; en mis tentaciones, después de mis caídas, en mis dificultades, en todas las miserias de la vida, y sobre todo, en el trance de la muerte.  Concededme, ¡oh amorosa Madre!, el pensamiento y la costumbre de recurrir siempre a Vos, porque estoy cierto de que si soy fiel en invocaros, Vos seréis fiel en socorrerme.  Obtenedme, pues, esta gracia de las gracias: la gracia de invocaros sin cesar con la confianza de un hijo, a fin de que, por la virtud de esta súplica constante, obtenga vuestro perpetuo socorro y la perseverancia final.  Bendecidme, ¡oh tierna y cuidadosa Madre!, y rogad por mí ahora y en la hora de mi muerte.  Así sea.

MEDITACIÓN:  El Titulo de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro

     Es nuestro amable Salvador, quien inspiró a los fieles, dieran a su amada Madre el dulce nombre de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.  Pruebas de ello son los favores y prodigios, que incesantemente consiguen los que la invocan bajo este título.  No ha sido, pues, ideado por los hombres, sino por Dios mismo.
     Las palabras de Dios no son vanas ni estériles; obran lo que significan, expresan la naturaleza de las cosas, dicen lo que éstas son en realidad.  Analicemos, pues, cada una de las palabras de esta dulce invocación: Nuestra Señora del Perpetuo Socorro; ellas nos enseñan lo que es María Santísima para nosotros.  María es “Señora”, es decir: dignísima Madre de Dios, soberana de cielos y tierra, Reina de los Ángeles y de los Santos, vencedora del infierno; y después de Jesucristo, Redentora del mundo.  María es “nuestra”.  Poco antes de expirar Jesucristo en la Cruz, nos la dió no por juez, ni siquiera por Reina, sino por Madre; pues estas palabras: “He aquí a tu Madre” que entonces Jesús dijo a San Juan, iban dirigidas a todos los cristianos, y pronunciadas que fueron por todo un Dios, infundieron en el Corazón de María un amor entrañable a los hombres y le dieron todo el poder que necesitaba para llenar cumplidamente su oficio de Madre.  El padre gana el sustento de los hijos, pero la madre se lo reparte.  Así Jesucristo nos mereció con su dolorosa muerte cuantas gracias necesitamos, para salvarnos; pero no quiso repartirlas por sí mismo, sino que encomendó este piadoso oficio a su Santísima Madre; es así como María es el “socorro” de los cristianos.  Mas para salvarnos, debemos siempre evitar el mal y practicar el bien; necesitamos, pues, no sólo de un socorro momentáneo, sino de un socorro “perpetuo”; tal es María para todos aquéllos, que la invocan; los socorre no sólo de vez en cuando, sino de continuo, no sólo algún tiempo, sino a toda hora y en toda circunstancia, desde su nacimiento hasta su muerte, y aún en el Purgatorio, hasta su entrada en el Cielo.  Dueña que es de los infinitos méritos de Jesucristo y de los inagotables tesoros de la bondad divina, no hay favor, que no pueda hacer a sus devotos, y porque les tiene a todos indecible afecto y amor, no hay merced, que no esté siempre pronta para concederles.

Oración:  Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, alcanzadnos la gracia de serviros y amaros fielmente.

Obsequio:  Repetir esta oración con frecuencia.

MEDITACIÓN:  Nuestra Señora del Perpetuo Socorro y el pecado

     En sentir de un piadoso escritor, no hay medio más eficaz ni más fácil para conseguir la conversión de un pecador, que inspirarle una devoción tierna y sincera a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.  No es, pues, de admirar que entre los portentos que diariamente obra esta compasiva Virgen, figura en primera línea, millares de estupendas conversiones, debidas a su intercesión.
     Llámase María, Madre del Perpetuo Socorro.  Socorro es, por consiguiente, de cuántos desventurados a Ella acuden; pero, ¿quién es más desventurado, que el que vive en pecado mortal?  Su alma despojada de la gracia santificante, está muerta, y como tal se halla convertida en morada de demonios, y es a la par que ellos, horrible a los ojos de Dios; para ella está cerrada la puerta del Cielo y abierta la del infierno, donde puede precipitarla la muerte en el momento menos pensado.  ¿Cabe mayor desventura?  Por eso la Madre de los pecadores agota, por decirlo así, con ellos, todos los tesoros de su misericordia; atráelos con la dulzura del nombre de Madre del Perpetuo Socorro, con la fama de sus milagros, hasta con su misericordiosa mirada.  ¡Cuántos infelices pecadores se han convertido con sólo poner los ojos en esta Virgen milagrosa!
     ¡Con cuánta bondad acoge María al pecador que a Ella acude, deseoso de convertirse!  No le desecha, aunque haya cometido innumerables pecados; y si continúa invocándola, María continuará prestándole su apoyo, hasta conseguir sacarle del pecado, mediante una sincera confesión y entera mudanza de costumbres.  No sabe, ni puede dejar de compadecer y ayudar a cualquier miserable que a Ella recurre, porque Dios la ha creado, para ser Reina y Madre de la misericordia, y como Reina de misericordia está obligada a cuidar de los miserables.  ¡Qué pena experimentará en el infierno el cristiano, que se ha condenado, al pensar, que podía haberse salvado con tanta facilidad, recurriendo sin cesar a esta Madre de misericordia y que entonces ya no tiene remedio!

Oración:  Madre Purísima, levantadme del cieno de la culpa y alcanzadme la gracia de reconciliarme con Dios.

Obsequio:  Rezar todos los días tres Avemarías a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, para que nos libre de toda culpa voluntaria.

MEDITACIÓN:  María, socorro de los desesperados

     Hay pecadores, cuya salvación parece imposible.  Son aquéllos qué, si bien practican de vez en cuando algún acto religioso, no se confiesan nunca.  Contentos con esa aparente honradez, que los hace pasar a los ojos del mundo por caballeros y hombres cabales, se desentienden de los deberes religiosos, no importándoles vivir lejos de Dios.  Otros no van a misa ni rezan; no atacan a la religión, pero no la practican tampoco, y tal vez no creen en ella.  Otros, por fin, la odian; no permiten que su familia y sus empleados la practiquen; ponen su mayor empeño y gozo en pervertir y corromper a las almas, quitándoles la fe y llenándolas de pecados.  Si se les habla de la espantosa eternidad que los espera, se ríen o se irritan y blasfeman; tal vez están afiliados a las sociedades secretas, para poder hacer más cruda guerra a Dios y a las almas.
     Si María no existiera, habría que desesperar de la salvación de esos desgraciados.  Alma cristiana que quieres conseguir su conversión, ponles a la vista la bendita Imagen de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, cuyo solo nombre les dirá, que a ellos también los puede salvar; su rostro cubierto de profunda tristeza les dirá cuánto los compadece y desea salvarlos, habiendo por ello consentido en la muerte de su adorado Hijo; el mismo Hijo les dirá, que habiendo Él muerto por ellos, dispuesto está a salvarlos, tan pronto como recurran a su amada Madre.  Si acaso se niegan a recurrir a Ella, hazlo tú por ellos con confianza y perseverancia, y es de esperar, que un día, viendo oída tu súplica, podrás exclamar con San Bernardo: “Por Vos, ¡oh María!, el cielo ha sido abierto, cerrado el infierno, restaurada la celestial Jerusalén, y dada la vida a los infortunados, que no esperaban sino la condenación eterna.”

Oración:  Refugio de los pecadores, salud de los desesperados, rogad por mí.

Obsequio:  Rezar esta oración con frecuencia.

MEDITACIÓN:  María, socorro en las tentaciones

     Hay devotos de María casi por demás felices.  Jamás o rara vez los molesta alguna representación pecaminosa, porque esa buena Madre aleja de ellos al demonio y al mundo corruptor y los hace casi iguales a los Ángeles.  Otros hay a quienes es útil que sean tentados.  Pero por violentas que sean las acometidas de sus enemigos, no se turben ni se desanimen; clamen a María, y María los ayudará a resistir valerosamente; que no en vano se llama Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, y toda tentación vencida, lejos de manchar el alma, la embellece y la hace acreedora a mayor gloria en el cielo.  Nadie se niega a alargar la mano a otro, cuando con esto le puede librar de una muerte segura, mucho menos se negará nuestra amantísima Madre María a librarnos de la muerte del pecado, si en la tentación recurrimos a Ella, pues sólo entonces nos puede socorrer eficazmente.  Por eso exclama San Alfonso: “Ay, ¡Señora mía dulcísima!, bien sé que, si me encomiendo a Vos, me ayudaréis y saldré victorioso; mas éste es mi temor, que en las ocasiones de pecar, deje de llamaros en mi ayuda y caiga por esto miserablemente.  Concededme, pues, esta gracia que os pido; alcanzadme que en los asaltos del infierno recurra siempre a Vos, diciendo: “María, ayudadme; tierna Madre mía, no permitáis que pierda a mi Dios.”  A ejemplo de este gran Santo, pidamos todos los días a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro la gracia de invocarla en el momento de la tentación, porque en esos momentos es a veces difícil rezar, y por eso deja uno de hacerlo y peca.  Hoy más que nunca conviene pedir su preciosa gracia, porque si el demonio y la carne rebelde han hecho siempre cruda guerra al hombre, jamás tal vez la inocencia se ha visto más perseguida por el mundo sensual, incrédulo y procaz.

Oración:  En las asechanzas de los enemigos de nuestra salvación, amparadnos Madre bondadosa.

Obsequio:  Decir con frecuencia: “Señor, no nos dejes caer en la tentación”.

MEDITACIÓN:  María, socorro en la práctica de las virtudes

     Para salvarse, a más de evitar el mal, es preciso practicar el bien, porque el cielo no se consigue de balde, hay que comprarlo con las buenas obras.  Son buenas aquellas obras que se hacen con la intención de agradar a Dios y son conformes a su soberana voluntad.  No basta practicar tales obras de vez en cuando, es menester hacerlas habitualmente.  Sólo entonces se puede decir que uno es virtuoso; la virtud es el hábito de obrar bien, y este hábito todos lo pueden adquirir.  Gente virtuosa se ve en todas partes: y si otros son virtuosos, ¿por qué no lo podríamos ser nosotros?  Dios nos manda que lo seamos y Él no manda cosas imposibles.  Es verdad que no lo podemos ser sin su ayuda.  “Sin Mí, esto es, sin mi socorro – nos dice Jesucristo, – no podéis hacer nada bueno,” y añade San Pablo: “ni pronunciar el Santo Nombre de Jesús con respeto y amor,” y de consiguiente, mucho menos podemos, sin el auxilio de Dios, hacer el bien habitualmente; mas ayudados por Él, hacemos fácilmente lo que solos no podríamos de ningún modo; y siendo Dios omnipotente, nada es imposible a quien Él ayuda, y Él ayuda al que le pide socorro.  Ha dicho: “Pedid y recibiréis.”
     Pidamos, pues, a Dios sus gracias, pero pidámolas por medio de María, en cuyas manos ha tenido a bien depositarlas.  Esta augusta Señora es la tesorera y dispensadora de las divinas gracias, y su devoción, uno de los medios indispensables para conseguirlas, de modo que la devoción a María no es un mero adorno del cristiano, es una obligación impuesta por Dios, aunque no con mandamiento explícito.
     ¿Lo ves, alma cristiana?  Sólo por María puedes ser virtuosa y por Ella puedes serlo fácilmente.  Fíjate en las personas virtuosas conocidas tuyas.  ¿No son todas ellas muy devotas de María?  De continuo recurren a Ella, y perpetuamente Ella las socorre, y con el socorro de María, no hay virtud que no se pueda practicar fácilmente.  Cuánto más virtuosa seas, tanto mayor será tu felicidad en la tierra y en el cielo y tu valimiento cerca de Dios, y de consiguiente tu cooperación a la felicidad eterna y temporal de tu prójimo.

Oración:  Por vuestra Pura e Inmaculada Concepción, ¡oh María!, haced que sea puro mi cuerpo y santa el alma mía.

Obsequio:  En honor de la pureza de María, hagamos con recta intención todas nuestras obras.

MEDITACIÓN:  María, socorro en las enfermedades

     Sentimos las dolencias de nuestros parientes y las aliviamos en la medida de nuestras fuerzas.  Ahora bien, María, la Madre del Perpetuo Socorro, que es toda bondad y que dispone a su gusto del poder de Dios, ¿sería menos compasiva y generosa para con nosotros?  No puede ser.  Ella siente nuestras penas como si fuesen suyas, y las remedia como lo prueban millones de hechos portentosos, y por eso la saludamos con el dulce título de “Salud de los enfermos”; pero – y así lo ha dispuesto el Señor, – sólo puede María socorrer eficazmente a los que la invocan con entera confianza.  Si queremos pues, que nos devuelva la salud, se la hemos de pedir sin dudar de que seremos oídos.  Mas si la salud nos ha de ser perjudicial, si ha de menguar nuestra felicidad eterna, y sobre todo, si nos ha de precipitar al infierno, María que ante todo desea llevarnos al cielo, en vez de concedernos un favor tan funesto, nos otorgará otro bajo todo concepto preciosísimo; nos otorgará la santa paciencia, nos hará comprender que es voluntad de Dios que padezcamos y nos ayudará a ofrecer nuestras dolencias al Señor con un amor generoso y constante; así nos hallaremos felices en medio de nuestras penas, y no las trocaríamos por todas las riquezas y honores de la tierra, sabiendo que nos serán superabundantemente premiadas en el cielo.  María es la mejor de las madres, y jamás nos abandona.  Cuando, pues nos hallemos postrados en el lecho del dolor, figurémonos – y así es en verdad – que nos contempla desde lo alto del cielo tierna y compasiva y ofrece nuestras dolencias a Dios, a fin de alcanzarnos la gracia de padecer de un modo meritorio para toda la eternidad.  Así como un niñito enfermo se entrega sin recelo a los cuidados de su cariñosa madre, pongámonos en las manos de nuestra celestial Madre; unamos nuestras dolencias a las que Ella misma experimentó al pie de la Cruz durante la agonía de su Divino Hijo, y roguémosle las presente a Dios, unidas a las suyas, y nos ayude a padecer como Ella padeció en aquel angustioso trance, esto es, sin abatimiento ni quejas, sino con serenidad, constancia y entera conformidad con la voluntad de Dios.

Oración:  Madre amabilísima, socorredme en mis enfermedades y haced que las lleve con paciencia.

Obsequio:  Rezar siete Salves a los siete dolores de María Santísima, para que nos consiga de su Divino Hijo la gracia de amar los padecimientos.

MEDITACIÓN:  María, socorro en la pobreza

     Pobre fué Jesucristo, y también lo fué su Santísima Madre.  Sin duda Jesús habría podido hacerla inmensamente rica, pero juzgó que mejor le era experimentar las privaciones de la pobreza.  Así lo dispuso para que a ejemplo de María Santísima los ricos estimaran a los pobres y se resignaran éstos con su suerte.  La pobreza libra de muchos pecados, es ocasión de practicar muchas virtudes y excelente modo de hacer penitencia; ahora bien, Jesucristo ha dicho: “Si no hicieréis penitencia, todos pereceréis.”
    ¿Eres rico?  Pide a María el santo desprendimiento, de modo que si Dios quiere quitarte tus bienes, digas sinceramente con el santo varón Job: “Dios me los había dado; Él me los ha quitado; ¡bendito sea!”  Pídele también el amor a los pobres.  La limosna no es para los ricos una obra de supererogación, sino una obligación que Dios les ha impuesto; dice “¡Ay de aquéllos que cierran sus oídos al clamor de los pobres, porque clamarán ellos y no serán escuchados!”  La limosna es un préstamo.  Quien da a los pobres, da a Dios y Dios se lo devuelve centuplicado.  La limosna es un honor.  Dice nuestro Divino Salvador: “Lo que hicieréis al más pequeño de mis hermanos, a Mí mismo lo habrás hecho;” esos hermanos suyos menores de que habla Jesucristo, son los pobres cuya desgraciada suerte deben remediar sus hermanos mayores, los ricos.
   ¿Eres pobre?  Pide a María te haga comprender estas palabras de Jesucristo: “¡Bienaventurados los pobres! de ellos es el reino de los cielos!”; pídele te ayude a llevar tus penas sin quejarte, con resignación y aún con alegría.  ¡Qué bella será entonces tu corona en el cielo!  ¡Cuán cumplida tu felicidad!
     Y si llegas hasta el extremo de carecer de las cosas necesarias para la vida, no te desesperes.  En tan aflictiva situación, levanta tus ojos llorosos hacia la Madre del Perpetuo Socorro; clama a Ella; tiene especial cariño a los pobres, y hará que algún alma caritativa, cual Ángel enviado por Ella, vuele en tu socorro.  Si jamás se ha oído decir que haya sido abandonado de María, ninguno de cuántos se han acogido a su amparo, ¿podría abandonar a sus hijos predilectos, los pobres, cuándo a Ella claman en sus angustias?

Oración:  Madre del Perpetuo Socorro, amparadme en mis necesidades y haced que la pobreza sea para mí el medio de alcanzar las riquezas eternas del cielo.

Obsequio:  Por amor a la Santísima Virgen, hacer una limosna o algún servicio al prójimo.

MEDITACIÓN:  María, socorro en las penas de la vida

     Nuestra vida no es sino una larga cadena de penas.  El hijo antes de nacer pone en peligro la existencia de su madre y tal vez le desgarrará más tarde el corazón con sus vicios y desórdenes; dolorosas sospechas atormentan a no pocos consortes; súbitos reveses de fortuna sumen a muchas familias en la miseria; la muerte precipita a ternísimos niños en la orfandad y a su madre en la triste viudez.  “¿Qué será de nuestro padre?”, exclaman con dolor muchos hijos, al ver que está para bajar al sepulcro, cargado de pecados y no obstante se ríe de los filiales temores y avisos de su familia.  Las almas piadosas tienen también sus penas, a veces más crueles que la muerte: tales son el temor continuo de pecar, una violenta inclinación al mal y la terrible angustia de creerse abandonados del Señor.
     ¿Quién puede consolarnos en semejantes aflicciones sino la que es llamada “Consoladora de los afligidos, la Madre del Perpetuo Socorro?”  ¡Oh María – le dice San Germán, – ¿quién es tan solícita de nuestro bien cómo Vos?  ¿Quién cómo Vos nos consuela en nuestras penas?”  “Nadie – responde San Antonino, – porque no hay entre los Santos quien tanto se compadezca de nuestras miserias como esta piadosísima Señora.  Basta exponerle nuestras tristezas para que al momento nos socorra y nos consuele.”  María conoce por experiencia lo que es padecer; toda su vida estuvo sumergida en un océano de amargura, al pensar en la dolorosa Pasión de su amado Hijo.  No te desconsueles, pues, alma afligida; acude a Ella; es tan buena, tan compasiva que no puede dejar de echar sobre ti una mirada de misericordiosa ternura; no permitirá que se pierdan eternamente esas almas por quienes la imploras; Ella te ayudará a ofrecer tus padecimientos al Señor con un corazón sumiso y resignado a los designios adorables de su Providencia; aún más: hará que los lleves con cierto consuelo y alegría, pensando que con ellos puedes merecer el cielo y que te hacen semejante a Ella, la Reina de los mártires, y a Jesús Crucificado, jefe y modelo de los predestinados.

Oración:  Jesús y María sean siempre el amor y la esperanza mía.

Obsequio:  Prometamos a María rendirle siempre un culto particular bajo el título de Madre del Perpetuo Socorro y propagar su devoción.

MEDITACIÓN:  María, socorro en la hora de la muerte

     Si María socorre a sus devotos en todos los peligros, ¿cómo podría desampararlos en la hora de la muerte, momento del cual depende la eternidad?  “Yo soy una madre fiel – dijo Ella a Santa Brígida, – y quiero estar presente en la muerte de todos los que me han servido, quiero asistirlos, protegerlos y consolarlos.”  Siendo María la más inocente de las criaturas, no debía sufrir la pena del pecado, es decir, la muerte.  Mas se sometió a ella voluntariamente por imitar a su Divino Hijo, que quiso satisfacer a la justicia de Dios por los pecados de los hombres con su Pasión y Muerte.  Dios le premió este sacrificio poniendo bajo su protección especial a todos sus siervos que la invoquen en aquel momento.  “Yo – dijo la Santísima Virgen a la Venerable Sor María de Jesús, – los defenderé contra el demonio, los asistiré y protegeré, los presentaré en fin al tribunal de la Misericordia infinita e intercederé por ellos.”
     ¡Cuán santa, dulce y dichosa ha de ser, pues, la muerte de los siervos de María!  Protegidos por tan bondadosa Madre, llevan sus dolores con inalterable paciencia y los ofrecen a Dios, junto con el sacrificio de su vida, en expiación de sus pecados.  Saben que apenas hayan expirado, Jesucristo vendrá a tomarles cuenta; mas no se turban por éso; se acuerdan que ahí estará María intercediendo por ellos, y ¿podrá entonces Jesús no darles sentencia favorable?  Tampoco los espanta el Purgatorio.  Los consuela el saber que María les ha de suavizar y acortar aquellas tremendas penas y que un día los sacará de ellas para tomarlos y llevarlos consigo al Paraíso.

Oración:  Virgen María, Vos que sois en la vida, el socorro perpetuo y la esperanza mía, sed mi amparo en la hora de la muerte.

Obsequio:  Llenos de confianza en la protección de María, invoquemos su patrocinio para los últimos momentos de nuestra vida.

     ¡Oh María, Madre poderosísima!, haced que desde ahora y para siempre os invoque con el glorioso título de Madre del Perpetuo Socorro. ¡Cuánto consuelo, cuánta confianza inspira ese título excelso, con que Vos misma nos habéis enseñado a invocaros!  En este dulce nombre están comprendidas todas las maravillas de vuestra misericordia.  A Vos acuden los pecadores y les alcanzáis el perdón de sus culpas; acuden los enfermos y aliviáis sus males; acuden los tristes y desconsolados y se vuelven contentos; acuden los pobres e indigentes y se retiran remediados o provistos de paciencia, tesoro superior a toda riqueza; acuden los moribundos, y exhalando el alma en vuestros brazos, vuelan a la eterna gloria.  Amantísima Madre mía, me pongo en vuestras manos; decidme lo que debo hacer, para agradar a mi Dios, que yo quiero hacerlo luego.  Él me envía a Vos para que me socorráis.  Él quiere que yo acuda a vuestra misericordia para que, no sólo los méritos de vuestro Hijo, sino también vuestras súplicas, me ayuden a salvarme.  A Vos, pues, acudo.  Vos que por tantos rogáis, rogad también a Jesús por mí.  Decidle, que me perdone, que ya me perdonará; decidle, que deseáis mi salvación, que El me salvará.  Decidle, que me conceda el favor, objeto de esta novena (especifíquese), que ya me lo concederá.  Dadme a conocer el bien, que sabéis dispensar al que confía en Vos.  Así lo espero; así sea.

V.  Oh Madre del Perpetuo Socorro, cuyo solo nombre inspira confianza.
R.  Venid en mi socorro, ¡oh Madre bondadosa!

V.  En el peligroso momento de la tentación, para que yo resista.
R.  Venid en mi socorro, ¡oh Madre bondadosa!

V.  Cuando hubiere tenido la desgracia de pecar, para que vuelva a levantarme.
R.  Venid en mi socorro, ¡oh Madre bondadosa!

V.  Si algún lazo funesto me encadenare a la servidumbre del demonio, para que lo rompa.
R.  Venid en mi socorro, ¡oh Madre bondadosa!

V.  Contra las seducciones del mundo, las compañías peligrosas y los libros perniciosos.
R.  Venid en mi socorro, ¡oh Madre bondadosa!

V.  Si viviere en la tibieza, para que pronto me reanime.
R.  Venid en mi socorro, ¡oh Madre bondadosa!

V.  En la recepción de los Sacramentos y en el cumplimiento de los deberes de la piedad cristiana.
R.  Venid en mi socorro, ¡oh Madre bondadosa!

V.  En todas las penas y pruebas de la vida.
R.  Venid en mi socorro, ¡oh Madre bondadosa!

V.  Contra mi propia inconstancia, para que persevere hasta el fin.
R.  Venid en mi socorro, ¡oh Madre bondadosa!

V.  Para que os ame, os sirva y os invoque siempre.
R.  Venid en mi socorro, ¡oh Madre bondadosa!

V.  Para que induzca a mi prójimo a amaros, serviros e invocaros.
R.  Venid en mi socorro, ¡oh Madre bondadosa!

V.  ¡Oh Madre mía!, hasta mi último día, hasta mi último suspiro.
R.  Venid en mi socorro, ¡oh Madre bondadosa!

     ¡Oh Madre del Perpetuo Socorro!, proteged también al Sumo Pontífice, a la Iglesia, a mi Patria, a mi familia, a mis amigos y enemigos, a todos los desgraciados, a mis deudos difuntos y a todas las benditas ánimas del Purgatorio: Venid en su socorro.  Así sea.

Seáis amada, seáis alabada, seáis invocada, seáis eternamente bendita,
¡oh Virgen del Perpetuo Socorro!,
mi esperanza, mi amor, mi Madre, mi refugio y mi vida.  
Amén.